Érase una vez un príncipe llamado Kurram que había sido formado en las más selectas disciplinas del saber: astronomía, gramática, matemáticas, filosofía... y además hablaba árabe (la lengua del Corán) y persa (la lengua de la Corte).
Un día que paseaba por el bazar, entre el bullicio de mercaderes y estibadores de elefantes, sus ojos se encontraron con los de una niña de 15 años.
Era la princesa Arjumand, hija del Primer Ministro de la Corte.
Inmediatamente, el príncipe quedó prendado de ella.
Impresionado por la belleza de la joven, preguntó el precio del collar de cristal que ella se estaba probando. El mercader, sonriendo, le contestó que no eran cristales sino diamantes las cuentas de aquel collar.
La joya valía una fortuna.
El príncipe lo pagó y se lo regaló a Arjumand, que de inmediato quedó también enamorada.
Sin embargo, tuvieron que esperar cinco años para unirse en matrimonio, mucho más largos si cabe, debido a que no se vieron en todo ese tiempo.
Años después de casarse, cuando el príncipe fue coronado pasó a llamarse Shah Jahan (Emperador del Mundo) y ella Mumtaz Mahal (la Elegida del Palacio).
Pero cuatro años después de ocupar el trono, el emperador sufrió la peor tragedia de su vida: su amada esposa, Mumtaz Mahal, no resistió el parto del decimocuarto hijo y falleció.
Shah Jahan, transido de dolor, mandó construir el Taj Mahal para enterrarla, como mausoleo en memoria del amor que se profesaron ambos.
Una vez acabado, el emperador quiso construir otro mausoleo-tumba para él, idéntico al de su esposa pero en mármol negro, al otro lado del río Yamuna, y unir después ambos mediante un puente de oro.
Y lo hubiera hecho, si no llega a ser por Aurangzeb.
Aprovechando el estado depresivo y de profunda tristeza en el que estaba sumido el emperador, Aurangzeb, tercer hijo de Shah Jahan, cegado por la ambición traicionó a toda su familia, mató a sus hermanos (excepto a dos chicas) y arrebató el poder a su padre.
Después lo encarceló en una torre del Fuerte Rojo de Agra, frente al Taj Mahal, y a las dos hermanas supervivientes en otra.
Fuerte Rojo, una gigantesca fortificación construida en arenisca roja (de ahí su nombre) que muy bien podría haber albergado a toda una ciudad, tal es su tamaño. Su interior, jalonado de jardines y patios de refinado mármol y arenisca tallada al más preciosista estilo mogol, no sirvió de consuelo al afligido Shah Jahan.
Una vez en la torre donde vivió prisionero sus últimos años, pude ver lo que contemplaba el Emperador desde su balcón: el Taj Mahal.
En una pared opuesta, un hueco: el lugar donde pidió que le colocaran un espejo para, desde su lecho de muerte, a los 74 años, expirar mirando a la tumba de su esposa.
Se dice que el Fuerte Rojo guarda el misterio de Shah Jahan y que en las noches de luna llena todavía pueden oírse los pasos y sollozos del Emperador, del padre que enloqueció de dolor y murió de amor.
Tan cuidada es su construcción que incluso a los cuatro minaretes que lo flanquean se les dio una ligera inclinación hacia fuera para que en caso de terremoto no cayeran sobre el edificio que contiene la tumba de Mumtaz.
En su interior también reina la elegancia y la sencillez, todo en su justa medida.
En la penumbra, la sonoridad produce un eco misterioso que flota y envuelve todo bajo la cúpula, invitando a andar de puntillas, a susurrar más que a hablar, a recogerse ante el túmulo de la amada esposa.
Sabia armonía de algo que parece diseñado por dioses y construido por joyeros.
Es tiempo de monzones y los oscuros nubarrones comienzan a descargar gotas de una lluvia caliente. El Taj Mahal brilla como el cristal.
Ante tanta belleza lo que me queda por decir es lo que mi madre siempre me dice "Hijo mío, las cosas hechas con amor tienen algo especial…"
domingo, 15 de enero de 2012
TU HISTORIA
Érase una vez un príncipe llamado Kurram que había sido formado en las más selectas disciplinas del saber: astronomía, gramática, matemáticas, filosofía... y además hablaba árabe (la lengua del Corán) y persa (la lengua de la Corte).
Un día que paseaba por el bazar, entre el bullicio de mercaderes y estibadores de elefantes, sus ojos se encontraron con los de una niña de 15 años.
Era la princesa Arjumand, hija del Primer Ministro de la Corte.
Inmediatamente, el príncipe quedó prendado de ella.
Impresionado por la belleza de la joven, preguntó el precio del collar de cristal que ella se estaba probando. El mercader, sonriendo, le contestó que no eran cristales sino diamantes las cuentas de aquel collar.
La joya valía una fortuna.
El príncipe lo pagó y se lo regaló a Arjumand, que de inmediato quedó también enamorada.
Sin embargo, tuvieron que esperar cinco años para unirse en matrimonio, mucho más largos si cabe, debido a que no se vieron en todo ese tiempo.
Años después de casarse, cuando el príncipe fue coronado pasó a llamarse Shah Jahan (Emperador del Mundo) y ella Mumtaz Mahal (la Elegida del Palacio).
Pero cuatro años después de ocupar el trono, el emperador sufrió la peor tragedia de su vida: su amada esposa, Mumtaz Mahal, no resistió el parto del decimocuarto hijo y falleció.
Shah Jahan, transido de dolor, mandó construir el Taj Mahal para enterrarla, como mausoleo en memoria del amor que se profesaron ambos.
Una vez acabado, el emperador quiso construir otro mausoleo-tumba para él, idéntico al de su esposa pero en mármol negro, al otro lado del río Yamuna, y unir después ambos mediante un puente de oro.
Y lo hubiera hecho, si no llega a ser por Aurangzeb.
Aprovechando el estado depresivo y de profunda tristeza en el que estaba sumido el emperador, Aurangzeb, tercer hijo de Shah Jahan, cegado por la ambición traicionó a toda su familia, mató a sus hermanos (excepto a dos chicas) y arrebató el poder a su padre.
Después lo encarceló en una torre del Fuerte Rojo de Agra, frente al Taj Mahal, y a las dos hermanas supervivientes en otra.
Fuerte Rojo, una gigantesca fortificación construida en arenisca roja (de ahí su nombre) que muy bien podría haber albergado a toda una ciudad, tal es su tamaño. Su interior, jalonado de jardines y patios de refinado mármol y arenisca tallada al más preciosista estilo mogol, no sirvió de consuelo al afligido Shah Jahan.
Una vez en la torre donde vivió prisionero sus últimos años, pude ver lo que contemplaba el Emperador desde su balcón: el Taj Mahal.
En una pared opuesta, un hueco: el lugar donde pidió que le colocaran un espejo para, desde su lecho de muerte, a los 74 años, expirar mirando a la tumba de su esposa.
Se dice que el Fuerte Rojo guarda el misterio de Shah Jahan y que en las noches de luna llena todavía pueden oírse los pasos y sollozos del Emperador, del padre que enloqueció de dolor y murió de amor.
Tan cuidada es su construcción que incluso a los cuatro minaretes que lo flanquean se les dio una ligera inclinación hacia fuera para que en caso de terremoto no cayeran sobre el edificio que contiene la tumba de Mumtaz.
En su interior también reina la elegancia y la sencillez, todo en su justa medida.
En la penumbra, la sonoridad produce un eco misterioso que flota y envuelve todo bajo la cúpula, invitando a andar de puntillas, a susurrar más que a hablar, a recogerse ante el túmulo de la amada esposa.
Sabia armonía de algo que parece diseñado por dioses y construido por joyeros.
Es tiempo de monzones y los oscuros nubarrones comienzan a descargar gotas de una lluvia caliente. El Taj Mahal brilla como el cristal.
Ante tanta belleza lo que me queda por decir es lo que mi madre siempre me dice "Hijo mío, las cosas hechas con amor tienen algo especial…"
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